lunes, 3 de mayo de 2010

NIEBLA EN VENTANILLA





Siempre huyo de la ciudad. De mi casa. Y, por qué no, de los temas claves de mi vida. Los fines de semana, antes, cuando añoraba en el colegio nacional (de esos que ahora escasean) y juntaba las pocas propinas que irían a naufragar luego en las boleterías del cine de mi barrio, solía regresar caminando, terminada la función, por toda la larga avenida que se incrustaba en mi querido distrito de San Martín de Porres. Y allí pensaba: la chica que me gustaba, las canciones que tarareaba, los cursos en el colegio que no terminaba de aprender, los problemas en mi casa, las historias que iban y venían de mi cabeza. Antes, cuando era más joven, todo se reducía a esperar los sábados y aparecer en la entrada del cine y contemplar sin miedo y sin responsabilidades futuras las películas comerciales que apenas y duraban un par de semanas en el ecran. Antes, cuando era un niño de uniforme escolar color rata, le tenía pánico a los domingos y esperaba con ansias los viernes y los sábados, días mundanos, de noches esperando el milagro de algún suceso romántico insólito, de pasear solitario por parques y calles sin saber en absoluto que en algún momento, luego, décadas más, tendría treinta y aquella rutina desencantada pero consoladora, sería la nostalgia de aquello que ahora considero, con absoluta fe, como lo más cercano a la felicidad que pude disfrutar y que en su momento no lo había ni siquiera considerado como algún estado elíseo.

"Tengo miedo de que algo me suceda", me diría un viejo amigo de infancia hace unos días mientras departíamos unas cervezas. "¿Por qué?", le dije. "Adiós proyectos, adiós metas, a la mierda todo...", dijo, y pensé que cuando no se llega aun a esta década, tal vez nos sentimos inmortales.

Yo he vivido muchas "tragedias" particulares y silenciosas; abismos privados y cotidianos del cual, creo, nadie puede decir que haya podido huir. Sin embargo, a medida que los años se iban desgastando, uno realmente se da cuenta de cuáles son los verdaderos tesoros pugilísticos que la vida te asesta en momentos curiosos y en zonas del cual uno se consideraba blindado. La muerte de mi hermano mayor, por ejemplo, apenas unos días después de mi licenciatura, me dio la idea de que a veces los hechos fortuitos, peligrosamente, parecieran hechos de algún signo de llamada, de una decisión ajena y burlona, que no desea la felicidad plena de nadie. Y cuando eso ocurre, prefiero también, partir. Porque cuando uno sigue aquí, bajo este terciopelo y rodeado de los mismos animales de la pangea, debe de ceder, tolerar; resistir, agachar, tragar saliva, ocultarse, desentender, eludir, golpear primero, y final y fundamentalmente, seguir viviendo. Por eso es que parto. Por eso es que siempre lo he hecho. Desde el colegio y el cine; desde la universidad y mis amigos que vivían en casas lejanas; desde ahora, camino a Ventanilla, entre la niebla y una mujer que me besa y dice quererme, entre amigos que vuelven con más amigos, es mejor dejarse golpear toda la semana, para encontrar el consolador bálsamo entre casitas aun mal construidas, entre una niebla que se pasea meditabunda hasta el mediodía, mientras perros y aves transcurren silenciosos por sus caminos de arena, aunque con la sensación de que afectos más honestos no hallarás en ese mundo tan distinto a ese "far west" que es el trabajo y el de saber que los mejores combates no se ganan, sino que representan las enseñanzas que solo las derrotas pueden dejar. No hay aprendizaje en la felicidad sino en la tristeza.

Ahora ya no camino por las avenidas: tomo taxi. Ahora ya no está el adolescente que se perdía entre las imágenes de las películas sabatinas del cine de barrio: ahora está el enamorado que debe de ir al cine bonito de un lugar bonito porque ella lo considera bonito. Ahora no está la desidia de perder trabajo tras trabajo y divertirse en el autobús de vuelta sin que importe lo que tu mamá o papá diga. Ahora hay que resistir la frustración de saber que a veces, muchas veces, a poca gente le importa lo que haces, y solo le importa lo que ellos quieren hacer. En el trabajo. Ahora no está mi hermano mayor y yo soy quien consuela a mamá y le dice y le pregunta triste, por teléfono, llorando, que si lo estoy haciendo bien como el hijo que ella esperaba.

Ya se ha ido todo y ahora viene ese lado al que nunca pensé arribar y que temo no disfrutar. Como cuando dejé ayer a ella -esa persona que ahora es el lugar donde naufragan las "propinas" de mi trabajo y los malestares y pensamientos que hubiera preferido dedicar a un cigarro y a una ventana- de madrugada y pensé que ahora sí temo regresar a casa y que me pase algo. Por ahora, llegó el momento de pasar a la otra fase; a ese nivel temido y atractivo y deseado, a ese lugar que te dice que se acabaron las previas y que empieza a curtirte. Allí ni el alprazolam podrá servir.