
La tarde del 2 de junio de 2004 acudí con prisa al lavabo. Incliné el cuello, induje con mi dedo índice un mayor espasmo en el estómago, y devolví cerveza, cena, y alguna coloración verdosa atemorizante. Aunque sé que vomitar hace bien, no lo es cuando el presagio de aquello deviene gastritis (por lo menos, así lo dicen hasta ahora los médicos que me están revisando). Ingerí unas pastillas para la náusea, bebí mucha agua, encendí el televisor para descansar la cabeza y eludir el mareo, y opté por quedarme dormido. Dormir hace bien, también (Y Dios bendiga a quienes lo hacen sin mayor problema). A las horas, alguien me despertó. Somnoliento todavía, con la boca seca y los ojos rendidos, un rostro medio deforme me diría que la madre de mi mejor amigo había muerto. Traté de levantarme apesadumbrado y me vestí. Personalmente, siempre he creído que se hace bien en creer en la muerte. Tanto dolor o crímenes sin la menor lógica, a veces generan las ganas de que esto acabe pronto. O mejor, todavía: a pesar de que me convenzo de la muerte como un hecho natural, y de considerar la existencia como el tránsito obligado hacia un pozo ciego, en los meandros de mi inconsciente no puedo soportar la idea de la nada. En nuestra vida cotidiana tampoco, y más sobre todo cuando la Parca camina detrás tuyo; encima tuyo o por los alrededores de personas queridas. No creo en la muerte como el espacio donde uno parece flotar en el agujero del cosmos, sino más bien, la creo como el lugar construido como el paraíso, y por ende, el infierno podría ser mas estimulante. En el paraíso no hay deseos y estamos atrapados en el autismo. No es la vida el lugar que deseamos sea cruel (aunque sí lo es); sin embargo, cuando noticias como la de ese día te pezcan de casualidad, lo cierto es que uno se desespera y se aferra firmemente a la idea de que, después de todo, la vida mala es mejor que la muerte. No se lo expliqué de esa forma a mi reciente amigo huérfano cuando nos vimos los rostros esa noche sabatina, y tampoco me vi en la necesidad absurda de recordarle sobre el consuelo o que su madre ha pasado a mejor vida. Nada. Ante la muerte no hay mucho que decir y diversas sensaciones que reelaborar: a veces nos cansamos, y nos consuela la idea de que todo esto tendrá un fin: a puñal, o enfermedad; de manera natural o inducida, un buen día seremos ese espacio vacío del cosmos del que tanto hemos huido. Y allí es precisamente cuando empezamos a angustiarnos. Quise regresar a casa, abrazar a mi madre, y egoístamente, sentí respiro al saber que no era yo el que ahora está desconsolado, observando el ataúd de una mujer que lo acompañó desde que apenas abrió los ojos al mundo, y que jamás (salvo en sus sueños) volvería a ver.
Yo solo he optado, y por supuesto que no resulta, a silbar cuando todo empieza a irme mal. Como hoy, como ayer, como mañana. Aquel día de la muerte de la madre de mi amigo, un día antes, yo había tenido una borrachera feroz, mientras este la acompañaba a la clínica y la veía morir de un fulminante paro cardiaco. Yo disfrutaba y él lloraba. Lo curioso resulta entonces en que hemos estado en posiciones inversas, y que él aun sigue creyendo en la vida. No silba, no toma, no fuma. Sigue creyendo en la vida, en la esperanza, en el paraíso, y en ver a su madre en cada oración proferida. La gran diferencia es que él siempre cree en Dios. Yo también creo que existe Dios, pero no sé hasta qué punto creo en su capacidad de justicia.