jueves, 30 de diciembre de 2010

Capacitación docente en literatura 2011



Ahora que el universo literario local se ha puesto de moda a raíz de nuestro querido premio Nobel, la comunidad literaria sanmarquina invita a profesionales especialistas e interesados, al curso de capacitación docente que se llevará a cabo entre enero y febrero del año nuevo vecino. Dictado por profesores de su escuela de literatura -Jorge Terán, Javier Morales y Mauro Mamani- y con módulos actualizados sobre teoría, interpretación e historia de la literatura, este curso espera satisfacer las constantes interrogantes sobre esta importante disciplina humana.

Informes, haciendo un "click" en la imagen de este post, o en la misma escuela de literatura de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

viernes, 3 de septiembre de 2010

7.23



PRIMER CASO.
Alguna tarde del año pasado, mientras salía de San Marcos con un reciente profesor de su Facultad de Letras, observé a un hombrecillo sentado en el borde de la vereda que colinda con la avenida Universitaria. Tenía un paquete de discos compactos sobre el piso; una mirada curiosa, penitente, distraído en el pasar rápido de los estudiantes que ingresaban a la Decana de América por la premura de los horarios, y aplastado con su camisa de cuello sucio y pantalón roído. Conversando entonces con este profesor sobre temas de aquí y acullá, miramos ambos lo que a todas luces era un vendedor ambulante. A su lado, casi me di cuenta que interrumpía la vereda, mientras se me acercaba con un DVD. "Compre documentales sobre Derrida, Deleuze; sobre...", hasta que terminé por reconocerlo. "¿LY?"; y solo atinó a avergonzarse, a sonreír, todo colorado él, y a saludarme casi a la volada, pues me disponía a volver a casa.

Unas semanas antes, intentando buscar trabajo, lo conocería en las aulas de una conocidísima Escuela de Profesores. "¿Qué haces acá?", le dije; "Buscando chamba". "¿Y tú?", me preguntó. "Igual". "¿Ya has acabado tu carrera?", insistió. "Claro. Estoy próximo a licenciarme", respondí. "Qué suerte", me dijo, como si habláramos de marcianos. "Yo me salí en el cuarto año de literatura, en la Villa, hace años". Acabo de verlo hace unos meses por los pasillos de estos "reputadísimos" colegios; orgulloso y encorbatado, enseñando lo que tal vez sea lo único que sepa.

SEGUNDO CASO
"¿Y ustedes qué van a hablar con esos chiquillos?", dijo. "A ellos, mírenlos como billetes que caminan. Nada más. Se acabó el payaso".

TERCER CASO
"Yo enseñé en la escuela de Literatura de San Marcos. Los alumnos no deseaban leer; les dejé varias lecturas y cuando llegaban a clase nadie había leído nada. 'Así terminarán vendiendo libros en Crisol', y luego me retiré", nos dijo Vladimir, otro profesor. Dicharachero, con una corbata que le llegaba hasta sus rodillas, y siempre tarde, nos enseñaba y restregaba las formas cómo había triunfado en el mundo preuniversitario, y cómo había abandonado la dulce carrera del magisterio universitario, porque "En San Marcos solo pagan 600 soles y acá gano muy bien". Y todos en silencio y felices. "¿Alguien de San Marcos, de Literatura?". Yo. "¿Conoces a NBD...?". "Claro, aunque mi profesor de ese curso fue DHN". "Ese torpe... es mi enemigo. Con él discutí, y por él me fui de la escuela de Literatura". Oh. "'Quédate con tu sueldito de 600 soles', le dije y me vine a acá. Acá pueden hacer carrera. Pueden hacer dinero. Pueden irse luego al San Silvestre".

Le pregunté a mi conocido de la Facultad de Letras sobre si conocía a Vladimir. "Claro", me dijo. "¿Quién no lo conoce?". "¿Y es cierto que enseñó en la escuela de Literatura?". "Nada", dijo, sin tomar importancia a lo que me decía. "Acá solo enseñan los que han estudiado literatura".

CUARTO CASO
Lo conocí en el verano de 2010. Un tipo siempre con la camisa abierta y fuera del pantalón, mascando chicle, siempre hablando de cuándo jugar fútbol los sábados y tomarse unas cervezas; y siempre sin maleta, apuradito, como si recién bajara de una combi(luego descubriría que también hablaba así: como cobradorcillo de combi). Pasaron las semanas y me di cuenta que los alumnos me colocaron en los últimos puestos en las encuestas. "No vas. Usted ha acabado en los últimos lugares. Nosotros somos un equipo; si hay algún horario por ahí lo llamaremos, y bla bla bla...", me diría el Benefactor. Y a buscar chamba en otro lado. Curioso, frustrado, amargo, triste, deprimido, cogí mi cartón de recién licenciado en literatura y quise romperlo. No lo hice. Y sinceramente, hasta ahora, he pensado en hacerlo.

Meses después, hace unos días, quise ver a este chico de la camisa desabotonada, que hasta ahora enseña del lugar de donde me desterraron, con mucho éxito por cierto, y grande fue mi sorpresa cuando descubrí que sus alumnos lo consideran un MAESTRO.

Observen bien este vídeo y vean si es o no. Cada uno con sus conclusiones.



("Comparito", "Flaquito", "On'", "Pe'"...). Y enseña desde el 2004 en los preuniveristarios y over and over again...

QUINTO CASO
"Pero ese trabajo implica investigación. ¿No nos van a pagar nada?". "Es una forma de agradecer a esta institución que nos ha acogido y nos da trabajo". Regresé a casa furioso y quería mandar a la mierda todo.
Horas más tarde, le escribiría a la coordinadora sobre cómo hay que hacer el trabajo.
Más mediocre, imposible.

jueves, 1 de julio de 2010

El profesor payaso... el profesor rebelde


Hace unos días tuve una pequeña guerra en las aulas secundarias de la conocidísima institución educativa "Trilce", por efectos de un problema estrictamente pedagógico. Un grupo de adolescentes (trece o catorce años, no más) me reclamaron enfebrecidamente por mis soporíferas clases de literatura durante mis horas de dictado. "Que no hace dinámica"; "Que sus clases dan sueño"; "Que mejor estaba el profesor anterior que era bien chévere, pues hacía chistes, bromas, payasadas..."; etc., y que "usted habla y nadie le entiende y a nadie le interesa".

El motivo de esta Ilave distrital limeña radica en un meollo clave: El PLAN LECTOR. Con ocasión de este método instaurado por el Ministerio de Educación, para alejarnos lo más posible del estigma de quedar últimos en las evaluaciones PISA respecto a la capacidad lectora de los peruanos, los colegios particulares Trilce, acuerdan como parte de su metodología de Plan Lector dedicarle, bimestralmente, una lectura de dos textos novelísticos de autores conocidos y reconocidos que bien puedan sentirse identificados con la edad y motivaciones de los estudiantes del tercero de secundaria. ¿Mi participación allí? Un completo desastre y un buen porcentaje de reprobados. Un buen sector se queja de que no le gusta lo que lee; otro sector se queja de que no leyó el libro, y otro sector ni siquiera compró el libro (parece que las lecturas de Julio Verne ya están, por lo menos para ellos, pasados de moda). Curiosamente, los que se quejaron de mi "metodología" (debo afirmar que no poseo ninguna metodología conciente educativa) son los que se sacaron de 06 para abajo; reincidiendo además ya en notas desaprobatorias en el tema del Plan Lector.

Solo les hice una pregunta clave: ¿Si tanto admiraron al profesor anterior con sus clases, por qué ahora tienen notas tan pobres en comprensión lectora y redacción?

Insistieron con lo mismo, lo cual me hizo pensar en lo que está sucediendo ahora con el tema de aquellos profesorzuelos (en este caso de literatura); con aquellos bribones y bandoleros que ensucian la dignidad de la docencia peruana; con aquellos eternos traficantes ambulantes de pizarra y tiza que ni siquiera han terminado su carrera de literatura o, peor, ni siquiera son de literatura y enseñan literatura. Por supuesto, no me refiero a algunos profesores de literatura de pre universitarios que, por cuestiones de azar, enseñan allí y que son bastante competentes. NO. Me refiero a aquella abundancia deforme de vendedores de cebo de culebra que se hacen pasar por profesores de literatura y que al final, terminan volviéndose en poco menos que cómicos ambulantes.

ACTUALIZACIÓN: El sujeto se llama Jorge Mendoza y, si bien en estos videos sus clases las da en PAMER, dicta también en Trilce. Disfruten.







¿Cuál es la guerra aquí? Ojo que no cuestiono a estas instituciones; y menos a TRILCE, total, es su sistema, y es con él con el cual pago muchas cosas que ahora llegan sus recibos mensualmente. Y al fin de cuentas, TRILCE tiene una virtud particular: su insistencia obsesiva en el PLAN LECTOR, que obviamente, no tiene como respuesta favorable la actitud de sus alumnos, y más bien sí, su rechazo. Es una guerra de silencios que seguro ya habrá cobrado varias víctimas. Ahora bien, el lado negro: los eternos y absurdos privilegios que se les dan a los alumnos y sus famosas "encuestas"; y donde ellos, muchas veces de manera errónea, optan por preferir a los profesores que más les hacen reír, olvidando que muchas veces un profesor, por formación pedagógica, académica, y hasta humanística, es tal vez un intelectual que lo único que va a impartirles es conocimiento y capacidad de reflexión. Yo soy nadie en el tema de la literatura, y más todavía, no creo ser mejor que nadie, pero por ética jamás podría hacer bufonadas y hacedor palabrejo de historias cuando lo principal, lo que define al curso de literatura, y especialmente la cualidad de una carrera humanística, es la reflexión cuando se opina sobre determinado texto o acontecimiento.

"Profesor, sus clases son aburridas. ¿Por qué no hace como el profesor anterior, quien se ponía como actor y teatralizaba las obras literarias, y nos mandaba a ver películas?". Es curioso, pero todavía me resisto a entregar fácilmente mi carrera en manos de bufones. En manos de bandoleros quienes creen que literatura es contar historias, cuando LITERATURA es una carrera humanística tan importante como la filosofía o el arte; y más todavía que carreras sociales como la historia o la antropología. Me rebelo; y creo que este asalto al cielo me va a costar un nuevo desempleo. Espero estar, de alguna forma, preparado para cuando me digan "Adiós".

Cuando la niña me dijo que el anterior profesor era "chévere", pensé que se había sacado "06" de nota cuando le pidieron que leyera, y que a muchos no les gusta leer, y menos a esa edad. A veces creo que tal vez no aguante mucho en Trilce y terminen expectorándome, porque simplemente me resisto a la idea de que el profesor de LITERATURA deba ser una suerte de bufón que debe "encandilar" a sus alumnos contándoles historias hermosas de gente hermosa para alumnos hermosos. Me pregunto: ¿Y cuándo van a leer? "El profesor anterior ese sí era 'chévere'", dijo la niña, mientras seguía recortando figuritas en su cuaderno, mientras yo me mataba explicando los tres reinos de Dante camino hacia ultratumba.

lunes, 3 de mayo de 2010

NIEBLA EN VENTANILLA





Siempre huyo de la ciudad. De mi casa. Y, por qué no, de los temas claves de mi vida. Los fines de semana, antes, cuando añoraba en el colegio nacional (de esos que ahora escasean) y juntaba las pocas propinas que irían a naufragar luego en las boleterías del cine de mi barrio, solía regresar caminando, terminada la función, por toda la larga avenida que se incrustaba en mi querido distrito de San Martín de Porres. Y allí pensaba: la chica que me gustaba, las canciones que tarareaba, los cursos en el colegio que no terminaba de aprender, los problemas en mi casa, las historias que iban y venían de mi cabeza. Antes, cuando era más joven, todo se reducía a esperar los sábados y aparecer en la entrada del cine y contemplar sin miedo y sin responsabilidades futuras las películas comerciales que apenas y duraban un par de semanas en el ecran. Antes, cuando era un niño de uniforme escolar color rata, le tenía pánico a los domingos y esperaba con ansias los viernes y los sábados, días mundanos, de noches esperando el milagro de algún suceso romántico insólito, de pasear solitario por parques y calles sin saber en absoluto que en algún momento, luego, décadas más, tendría treinta y aquella rutina desencantada pero consoladora, sería la nostalgia de aquello que ahora considero, con absoluta fe, como lo más cercano a la felicidad que pude disfrutar y que en su momento no lo había ni siquiera considerado como algún estado elíseo.

"Tengo miedo de que algo me suceda", me diría un viejo amigo de infancia hace unos días mientras departíamos unas cervezas. "¿Por qué?", le dije. "Adiós proyectos, adiós metas, a la mierda todo...", dijo, y pensé que cuando no se llega aun a esta década, tal vez nos sentimos inmortales.

Yo he vivido muchas "tragedias" particulares y silenciosas; abismos privados y cotidianos del cual, creo, nadie puede decir que haya podido huir. Sin embargo, a medida que los años se iban desgastando, uno realmente se da cuenta de cuáles son los verdaderos tesoros pugilísticos que la vida te asesta en momentos curiosos y en zonas del cual uno se consideraba blindado. La muerte de mi hermano mayor, por ejemplo, apenas unos días después de mi licenciatura, me dio la idea de que a veces los hechos fortuitos, peligrosamente, parecieran hechos de algún signo de llamada, de una decisión ajena y burlona, que no desea la felicidad plena de nadie. Y cuando eso ocurre, prefiero también, partir. Porque cuando uno sigue aquí, bajo este terciopelo y rodeado de los mismos animales de la pangea, debe de ceder, tolerar; resistir, agachar, tragar saliva, ocultarse, desentender, eludir, golpear primero, y final y fundamentalmente, seguir viviendo. Por eso es que parto. Por eso es que siempre lo he hecho. Desde el colegio y el cine; desde la universidad y mis amigos que vivían en casas lejanas; desde ahora, camino a Ventanilla, entre la niebla y una mujer que me besa y dice quererme, entre amigos que vuelven con más amigos, es mejor dejarse golpear toda la semana, para encontrar el consolador bálsamo entre casitas aun mal construidas, entre una niebla que se pasea meditabunda hasta el mediodía, mientras perros y aves transcurren silenciosos por sus caminos de arena, aunque con la sensación de que afectos más honestos no hallarás en ese mundo tan distinto a ese "far west" que es el trabajo y el de saber que los mejores combates no se ganan, sino que representan las enseñanzas que solo las derrotas pueden dejar. No hay aprendizaje en la felicidad sino en la tristeza.

Ahora ya no camino por las avenidas: tomo taxi. Ahora ya no está el adolescente que se perdía entre las imágenes de las películas sabatinas del cine de barrio: ahora está el enamorado que debe de ir al cine bonito de un lugar bonito porque ella lo considera bonito. Ahora no está la desidia de perder trabajo tras trabajo y divertirse en el autobús de vuelta sin que importe lo que tu mamá o papá diga. Ahora hay que resistir la frustración de saber que a veces, muchas veces, a poca gente le importa lo que haces, y solo le importa lo que ellos quieren hacer. En el trabajo. Ahora no está mi hermano mayor y yo soy quien consuela a mamá y le dice y le pregunta triste, por teléfono, llorando, que si lo estoy haciendo bien como el hijo que ella esperaba.

Ya se ha ido todo y ahora viene ese lado al que nunca pensé arribar y que temo no disfrutar. Como cuando dejé ayer a ella -esa persona que ahora es el lugar donde naufragan las "propinas" de mi trabajo y los malestares y pensamientos que hubiera preferido dedicar a un cigarro y a una ventana- de madrugada y pensé que ahora sí temo regresar a casa y que me pase algo. Por ahora, llegó el momento de pasar a la otra fase; a ese nivel temido y atractivo y deseado, a ese lugar que te dice que se acabaron las previas y que empieza a curtirte. Allí ni el alprazolam podrá servir.

sábado, 2 de enero de 2010

"Douglas, ¿estás dormido?"



Recuerdo que hace doce años, apenas regresado de la universidad, muy de noche, entré a la sala de mi casa y encendí el televisor. Noticias vanas, series que casi nunca alcanzo ver sus temporadas completas y vídeos musicales. Aburrido, caminé al refrigerador por un poco de mantequilla y yogurt, y antes de llegar al sofá nuevamente, tocaron la puerta. Era papá. Confieso que con él, las cosas jamás han sido sencillas. Confieso que nunca he tenido una relación plena y armónica con él, y sí que muchas veces su presencia en casa (desde que dejó a mamá hace ya veinte años) me era repulsiva e insultante; ingrata e indigna; confieso además que muchas veces lo odié; aunque debo ser sincero, y es un afecto que no he conseguido explicar durante estos años, siempre he tratado de que se sienta orgulloso de mí. No es tanto culpa mía: siempre que obtenía un diploma, llegaba a casa y lloraba sobre mi hombro; siempre que ocupaba algún lugar digno en el colegio, comentaba orgulloso a sus amigos lo inteligente que le resultó el segundo de sus hijos. A veces, hablábamos por horas sobre su gusto por el cine, las series antiguas de TV y las revistas de historietas. Será por eso que me resultaba tan difícil odiarlo, y más bien, intentaba mostrarle lo estúpido que fue al marcharse de casa. Esa noche, entonces (la del yogurt y mantequilla) abrí la puerta, y encontré a mi padre ebrio, con un amigo ebrio, y queriendo entrar a casa ebrio los dos, para continuar embriagándose. Me indigné y le pedí que se marchara. "Me das vergüenza", recuerdo haberle espetado frente a su amigo. Y como siempre, la marca del porqué lo odiaba a veces salió a relucir de inmediato: "Y a mí me da vergüenza que estudies literatura". Sinceramente, no supe qué responder. No dije nada y lo eché de la casa sin mayor turbación. Se marchó con su amigo y sus ganas de beber, aunque esas palabras ya habían cogido carne. Llegué a mi cuarto en silencio y recordé más que nunca que jamás fui un alumno destacado en el claustro sanmarquino; tanto, que dudé cientos de veces en continuar una carrera que lo único que prometía era bohemia y subestimaciones ("¿Ah? ¿Literatura? ¿Profesor? Seguro hablas muy bonito y escribes poesía) y penosas intervenciones con los profesores, que parecían refocilarse en la ineptitud de alguien que solo había llegado a San Marcos con la esperanza de ser un escritor decente; y fueron además esas palabras las que me produjeron profundos temores durante los días venideros. ¿Qué podía esperar de mí mismo? ("Tu padre", "Siempre tu padre", me diría un viejo amigo de la universidad, al confesarle de nuevo mis angustias), ¿y por qué me importaban tanto esas palabras si quien verdaderamente merecía todo mi cariño era mi madre, auténtica gestora de lo poco que soy ahora? Aún no lo sé. (¿La idea psicoanalítica de que la meta del hijo es superar al padre?).

Al rato, salí de mi cuarto, y Chino, mi hermano mayor, estaba en la cocina hirviendo agua. Siempre me sorprendió la ambivalencia de su carácter. Él no era como yo: siempre parco; autoritario, poco presto a la intimidad filial; aunque siempre pensando en lo que sería de mi vida académica: matriculándome a pres a los cuales yo jamás asistía por ser un auténtico cobarde; acompañándome a dar mi examen de admisión y esperar a que saliera luego de horas de espera; él, quien me reventó un par de huevos en la cabeza cuando ingresé a la universidad; quien solía llevarme mi lonchera durante los recreos cuando llevaba primaria en el colegio fiscal de mi barrio. Él; quien solía contarle a sus amigos que tenía un hermano que estaba en San Marcos (y yo jamás lo supe); quien organizó mis sencillos 18 años, obsequiándome un pequeño piano; Él, quien reemplazó a mi padre y se cargó la responsabilidad entera de la casa, trabajando hasta tarde, despertando de mañana e ir corriendo a la universidad para continuar sus estudios de docencia. Él, quien cada fin de año nos contaba llorando (a mi madre y a mi hermano menor) que jamás nos fallaría; él, quien una vez adornó mi cama con estuches de Sporting Cristal; él, quien me acompañó a caminar por largas avenidas cuando me llegaban las depresiones inusuales a mi vida. Él, quien una vez se enfureció cuando me puse uno de sus jeans; él, quien me prohibía ver televisión hasta tarde por la carga de los recibos; él, a quien quise golpear varias veces porque echaba a mis amigos de la casa. Él, quien los últimos meses de este año, subía a mi habitación para preguntarme si estaba dormido. Él, quien le contó a sus alumnos que su hermano se había titulado en la universidad. Él, quien se casó e hizo a mi madre la abuela más feliz de esta vida incierta. Él, con quien bebí hace unas semanas. ÉL, quien esa noche de hervir el agua para el café nocturno, me preguntó qué me pasaba. "Nada", le dije. "¿Qué pasa?", me insistió. "Nada", dije, y me puse a llorar sin más. "Es mi papá", le dije. "Dice que le doy vergüenza".

No dijo nada. Transcurrieron unos segundos de silencio y nadie dijo nada. "Douglas...", dijo luego, intermitente, y mientras me iba al baño, me cogió del brazo y me empujó a su pecho y me abrazó con bastante fuerza. Lloré mucho. Lloré con rabia. Lloré con odio. Lloré con tristeza. Lloré por primera vez con mi hermano; ese, con quien nunca hablé de mujeres ni de bohemia; quien me apagaba el televisor y solía reclamarme por quedarme dormido con la luz encendida. Ese, quien ahora se ha vuelto espíritu. ÉL; a quien, algún día, en las calles del cielo, le confesaré los días de su ausencia. Él, a quien alguna vez le dije "papá".