miércoles, 28 de agosto de 2013

El panóptico I: El joven de la Canada Dry (más epílogo)


                                                                             
Hace unos días, en plena clase, conversando con Sambucetti, profesor de una conocida universidad privada, observamos llegar, muy tarde, a uno de los tantos y variopintos alumnos que llevaban casi obligatoriamente, yo diría que hasta aburridos, los Estudios Generales de lenguaje. Muy ligero, delgadísimo, con un capuchón grisáceo, casi desaparecido entre esas orejeras sónicas Sony que colgaban de su cuello, masticando con suavidad goma de mascar, se confundió con el resto de sus amigos que, como él, y alienados en la misma moda, participaban de la sesión académica de esa muy temprana mañana. Entre saludos y groserías típicas de adolescentes, parecía adormecido. Metió las manos a los bolsillos y sacó caramelos de mentol, chiclet's y pequeñas cajas celestes muy llamativas. 

- Puta madre - murmuró con dureza Sambucetti, viéndolo sentarse con el mismo rictus decaído con el que había entrado al aula. 

Rápidamente, como amenazado, abrió su maleta, retiró un paquete de evaluaciones y me pidió, por favor, que era tiempo ya de corregir el primer conjunto de tareas de los estudiantes. "Douglas", me dijo casi sin ánimo, "toma un silla y evalúa cada uno de estos esquemas".

Así, minutos más, y luego de comprobar que todos estaban en sus sitios, Sambucetti dio comienzo a la evaluación grupal. 

- ¡Jóvenes! -exclamó con cierta complacencia y sin mucho convencimiento-. Fórmense en grupos. 

Casi forzados, un poco desorientados, sea ya por haber madrugado o por el poco entusiasmo, empezaron a juntarse de a pocos. Chicas con chicos, torpes con lúcidos, cumplidos con irresponsables, atentos juntos con distraídos, poco a poco se iniciaba un constante murmullo y risitas -de vez en cuando aplacadas por Sambucetti- que develaba que estábamos en pleno examen. Advertido por el ojo agotado, pero alerta, del profesor, cogí rápidamente una silla, mi maleta y empecé a calificar, uno por uno, contagiado de vez en cuando por los bostezos que se oían con mucha claridad desde varios lados del aula, los ejercicios. "No es el momento que los jodas tú", me dijo Sambucetti, "pero, por si acaso te preguntan, diles algo general". No tenía mayores problemas. Estas sesiones suelen ser poco ruidosas y, más bien, en extenso estresantes para los estudiantes, quienes están obligados a hacer aflorar a ese escritor que, por qué no, anida en algún lugar de su mística académica. Sin embargo, casi inadvertidamente, apenas sentado, y ya terminando de calificar el primer esquema, el mismo joven que había llegado tarde a clase no solo ya no estaba con su grupo de trabajo, sino que, ahora, con las manos en los bolsillos del jean, con una marcada sonrisa cínica y muy adormilado, bebiendo de una llamativa y luminosa lata verde, estaba ahí, parado frente a Sambucetti. 

Noté que mi amigo fingió no darse cuenta de que el joven estaba ahí, parado, como sostenido por alfileres, con su lata verde y persiguiendo con sus ojos adormecidos el caminar circunspecto del profesor. "Orden, orden", reclamaba Sambucetti, mientras que se empezaba a oír una vocecita sin mayor brillo desde el pizarrón. "Profesor, profesor". Sambucetti continuaba conversando, inusual insistencia, con algunas alumnas, quienes se confundían con las comas, las tildes y los puntos."Profesor, profesor", y Sambucetti caminó hacia otro grupo de adolescentes, quienes se extraviaban entre lapiceros, papeles blanco y oraciones. "Profesor". Volteó sin mayor interés, a la vez que me señalaba que continuara atendiendo al reciente grupo huérfano. "¿Sí?". "¿Puedo hablar con usted unos minutos?".

Terminé de asesorar ciertas dudas y regresé a mi silla. A la distancia, el joven le conversaba muy de cerca a Sambucetti, embutido en su capuchón y en aquellos parlantes Sony que parecían atenazarle el cuello. Con mucha calma, casi con total indiferencia, mirando a los ojos del profesor, movía los labios mientras consumía prolongados sorbos de la lata luminosa y le mostraba unos papeles. Al mismo tiempo, Sambucetti movía la cabeza negativamente, encogía los hombros, ponía el rostro adusto e intentaba mantenerse a cierta distancia del alumno. Terminada la breve conversación, con un gesto de fastidio, el alumno regresó a su grupo de trabajo, tomó asiento y continuó bebiendo, aunque ahora esparcía, con vehemencia, más cajitas celestes y chiclets, mientras sus amigos le miraban a los ojos y se reían.

- ¿Terminaste?

Sambucetti cogió de la pila de ejercicios revisados uno de ellos apenas afirmara con un "sí". En silencio, ojeó unos segundos el papel. Asintió con cierta tranquilidad al confirmar la nota y guardó el paquete completo en un fólder sucio. Luego, me pidió que me acercara con él hasta la pizarra. Sin dejar de observar al resto de alumnos, quienes, entre risas, se distraían de vez en cuando, me empezó a hablar casi con murmullos.

- ¿Te diste cuenta del joven? - me preguntó, sin esperar que lo mirara.
- ¿Quién? -pregunté, fingiendo no saber a quién se refería.
- Ese, al de la Canada Dry...

Dos veces que llega ya, así, muy temprano, reiterando que tiene que visitar urgentemente a su psiquiatra por la mañana. Dos veces ya que sus ojos se le caen, enrojecidos, oscuros en las pupilas, como si la piel se le resbalara de los huesos. Dos ocasiones repentinas que apestaba al mismo hedor caliente, poco disimulado por el dulce de mentol y las varias latas verdes luminosas. "Canada Dry, Canada dry", repetía Sambucetti, sorprendido de que aún vendan esa gaseosa en Lima. Se ve tan bonita y delicada, como una decoración bonsái en las manos inquietas de ese alumno que chupaba con suavidad caramelos rojos.

- ¿No le dirá nada? - insistí -. Ese olor a marihuana es bien fuerte.
- ¿Qué le puedo decir? - se lamentaba Sambucetti - ¿Dirá algo el reglamento del alumno?

No le respondí. Tampoco, le diríamos nada: Al rato, me acerqué al grupo del joven referido y, al saludar a cada uno de ellos, el de la Canada Dry me sonrió estúpidamente. 

- ¿Profesor?
- ¿Sí?
- ¿Usted cree que, si la próxima semana traigo una constancia médica, el otro profe me deje salir temprano de clase?

Puede ser.

                                                             Epílogo    
Acabada mis horas de trabajo, empecé a perderme por los pasillos de esta universidad privada. Subí a la sala de profesores, me serví una taza de café caliente, y, sin mucho esfuerzo, empecé a pensar en esa aula. Me lamenté por varios minutos y es que, en realidad, no quise dejar a Sambucetti solo, aunque, sí, sentí temor. ¿Y Si se descontrolaba? ¿Si empezaba a gritar, desaforado, por pastillas, caramelos, latas de Canada Dry y por estar encerrado en esa aula de mierda? Bebí con rapidez el café sin azúcar y estaba mortificado: tenía que regresar la próxima semana a ese salón y estar listo para continuar corrigiendo más exámenes. "Ojalá Sambucetti le dé permiso para que vaya a su psiquiatra", pensaba, mientras, a lo lejos, Mr. Olvidado me hacía adiositos. Fatigado por las horas que todavía debía cumplir, decidí descansar en aquellos cómodos sofás por ese merecido par de horas de interludio. Mr. Olvidado me hacía más adiositos. ¿A qué sabrá la Canada Dry? ("A piña, amorcito", me diría por la noche mi esposa).

- Douglas, sé qué tienes horas libres dentro de unos minutos.
- Sí, ¿y? - pregunté fastidiado.
- Sabes, me siento un poco mal. ¿Podrías reemplazarme? -me preguntó, mientras se reía estúpidamente.

Más cerca: ese olor, esos ojos, esos dedos amarillentos, y a Mr. Olvidado solo le faltaba la Canada Dry.